"Tanta
gente civilizada gobernada por tanto político bárbaro" " La tragedia
Argentina siempre ha sido que el todo sea menos que la suma de las partes; que
tanta gente civilizada sea gobernada por tanto político bárbaro. Si el nivel de
hastío sigue subiendo, y el gobierno insiste en su populismo autoritario -ambas
cosas muy probables-, es posible que las fuerzas de la civilización se unan y
que ejerciendo sus derechos le pongan
atajo a la barbarie": notable reflexión del economista, consultor
internacional y escritor chileno SebastiánEdwards Figueroa.
11/07/2012| 22:31
LA
ARGENTINA, UN PAÍS DESPERDICIADO
por SEBASTIÁN EDWARDS
SANTIAGO DE CHILE (La
Tercera).
La tragedia Argentina siempre ha sido que el
todo sea menos que la suma de las
partes; que tanta gente civilizada sea gobernada por tanto político bárbaro. Si el nivel de hastío sigue
subiendo, y el gobierno insiste en su
populismo autoritario -ambas cosas muy probables-, es posible que las fuerzas de la civilización se
unan y que ejerciendo sus derechos le
pongan atajo a la barbarie.
La relación entre Chile y Argentina ha sido,
siempre, complicada. Durante décadas los
chilenos mirábamos a nuestros vecinos con una
mezcla de admiración y envidia. Y no era tan sólo por la superioridad futbolística argentina. También tenía que ver
con el desplante de los porteños, su
arrogancia -verdadera o percibida-, sus artistas de calidad superior, sus carnes tan tiernas como
sabrosas, esos chocolates suaves que se
derretían en nuestras bocas, y la música > maravillosa de Gardel, Soda
Stereo, y Fito Páez.
Cuando yo era niño, viajar a la Argentina era
todo un acontecimiento. Los afortunados
se preparaban durante meses, y hacían listas de las cosas que comprarían, de los lugares a los que
había que ir, y de las comidas que tenían que probar. Los más osados regresaban
llenos de historias inverosímiles, las
que casi siempre involucraban discotecas maravillosas -como el afamado Mau
Mau-, o modelos espectaculares e inalcanzables. Pero eso no era todo: como ha
dicho el novelista Mauricio Electorat, cuando llegaba el verano y las playas se
llenaban de transandinos, muchos de nosotros temblábamos al pensar que el
argentino de rigor podía robarnos a nuestras noviecitas.
En
los últimos 15 a 20 años las cosas han cambiado profundamente. El complejo de inferioridad de antaño ha dado
paso a una actitud de superioridad, y a
un desdén que sin ser estridente, es palpable. Para la mayoría de los chilenos,
Argentina ya no genera ni admiración ni envidia. Yo diría que el sentimiento
mayoritario hacia la transandina república es de pena. Esa lástima o compasión
que uno siente por los tíos viejos que alguna vez fueron exitosos y
encantadores, pero que con el paso de los años se han transformado en seres roñosos
y un poco patéticos.
Prácticamente
todos los días del año la prensa chilena da cuenta de un nuevo ranking que
demuestra que Chile está por encima de la Argentina. Titulares a ocho columnas
informan que nuestro país es menos corrupto (Transparency International), tiene
mejor educación básica (prueba PISA de la OECD), da más facilidad a los
emprendedores (Doing Business del Banco
Mundial), y cuenta con mejores universidades (Times de Londres).
Hoy en día, y con las
importantes excepciones del fútbol y el cine, los chilenos miran a Argentina hacia abajo.
Una mirada histórica
En 1845 Domingo Faustino Sarmiento publicó su
libro más importante: Civilización y Barbarie: Vida de Juan Facundo Quiroga. A
la sazón, Sarmiento -quien llegaría a ser el séptimo presidente argentino- se
encontraba exilado en nuestro país, donde fungía como profesor de la Universidad de Chile y director de la Escuela
Normal.
En
esta obra, Sarmiento argumenta que el gran dilema de la Argentina era decidir
entre un futuro de civilización o uno de barbarie. La primera era asociada con
la ciudad -especialmente con Buenos Aires-,
la cultura occidental, y las ideas republicanas. La barbarie, en contraste, era la principal característica
del interior del país, y > estaba encapsulada en la forma de ser de los
gauchos y los indios.
Mientras los civilizados tendían a asociarse entre ellos y a
convivir en forma pacífica, los bárbaros vivían aislados y rechazaban las
agrupaciones civiles; eran huraños, violentos, y poco respetuosos de las leyes
y de los demás. En términos modernos, lo que distinguía a la civilización de la
barbarie era el acervo de capital social y el nivel de confianza interpersonal.
En
un libro posterior -Viajes de 1849- Sarmiento profundizó estas ideas, y postuló
que el sistema político y social de los Estados Unidos era la mayor expresión
de lo civilizado. Al igual que a Alexis de Tocqueville -el autor de Democracia
en América-, lo que más impresionó a Sarmiento sobre los EEUU fue el que las
distintas> comunidades se gobernaran en forma independiente, descentralizada
y democrática, y que en ellas hubiera múltiples asociaciones ciudadanas que
creaban un sentido de responsabilidad, propósito, y futuro. Y, claro, también
le impresionó que todo eso llevara a la prosperidad y al progreso.
Más de 150 años después de la publicación de
Facundo el dilema entre civilización y barbarie sigue carcomiendo a la
Argentina. Ahora no es, como lo percibía Sarmiento, un conflicto entre la culta
población urbana y los toscos del campo. Ahora el conflicto es entre una clase
política mediocre y rapaz, y el ciudadano medio que aspira a vivir en un país
ordenado y predecible, donde pueda desplegar sus talentos, dar rienda suelta a
su creatividad, y criar a su familia en un ambiente de mínima seguridad.
Un equilibrio
inestable
Hace unos días le escribí a un amigo argentino
que vive en Europa, y le hablé de la vigencia del dilema de Sarmiento. Me
contestó de inmediato, diciéndome que temía que la barbarie llevaba todas las
de ganar. Luego parafraseó a Porfirio Díaz y dijo, Pobre Argentina, tan lejos
de Dios, y tan cerca del Diablo. Yo no supe a quién se refería con eso de
Satanás, pero por prudencia decidí no preguntarle.
Pero la verdad es que yo no estoy tan seguro
de que la barbarie lleve ventaja. Más bien me parece que hay un empate; una
suerte de equilibrio frágil que podría resolverse en una dirección u otra. Es
verdad que la situación política es caótica y que el autoritarismo del gobierno
de Doña Cristina Fernández es aterrador. También es cierto que los gobiernos K
han seguido una política económica desastrosa, y que el país camina hacia
adelante sólo gracias a los altísimos precios de los commodities. Argentina es
el único país de la región donde hay mercado negro para el dólar, donde se
falsean las estadísticas, y donde se usa un sistema burdo de prohibiciones
mañosas para controlar las importaciones.
La barbarie también se presenta en la
inseguridad y la violencia. La vida es completamente impredecible. Nadie sabe
si los vuelos van a salir el día presupuestado, o si habrá cortes de ruta, o si
los sueldos y aguinaldos serán pagados en el momento convenido, o si volverán a
aparecer las monedas regionales -en la provincia de Buenos Aires ya se habla
del regreso de los tristemente célebres Patacones.
No
hay respeto por la legalidad, el estado de derecho es ignorado, y los derechos
de propiedad son violados en forma repetida. Peor aún, la clase política está
convencida de que existe una conspiración cósmica en contra de la Argentina.
Este
auge de la barbarie política se explica, en parte, por el calendario electoral.
De acuerdo con la legislación actual, ninguno de los tres políticos más
importantes del país - la Presidenta Fernández, el gobernador de la provincia
de Buenos Aires, Daniel Scioli, y Mauricio Macri, el jefe del gobierno de la
Ciudad de Buenos Aires- pueden reelegirse. Vale decir que para seguir en
política y teniendo poder tienen que buscar otro puesto o tienen que cambiar
las reglas para lograr la reelección. Este es un panorama que, por definición, crea una enorme inestabilidad.
Entre tanta barbarie brilla la civilización
Todo lo anterior es cierto. Pero también es
verdad que detrás de esa barbarie política hay una nación de seres
extraordinariamente civilizados, cultos, amables, creativos, llenos de bondad y
sentido del humor.
En una visita reciente a Buenos Aires volví a
maravillarme por la calidez de la gente. Me perdí durante horas en librerías
atiborradas de compradores y repletas de novedades que uno ni sueña con
encontrar en Chile. Comí en restaurantes de calidad, con un nivel de servicio
extraordinario. Me alojé en dos hoteles que están, sin duda, entre de los cinco
mejores del continente. El profesionalismo de los que ahí trabajan contrasta
con la improvisación chilena en todo lo que tenga que ver con turismo y la
industria de la hospitalidad.
En tan sólo dos días vi tres exposiciones
maravillosas. La que más me impresionó fue una, en el Museo de Bellas Artes,
sobre arte cinético argentino de los años 1960. En una muestra muy bien curada
y pulcramente presentada, pude volver a constatar la originalidad de Julio Le
Parc y la delicadeza de la obra de Eduardo Mac Entyre.
Pero lo que más me impresionó fue el nivel de
hastío de la gente con los políticos. Taxistas, dependientes de tiendas, mozos
de restaurantes -los más cultos del planeta, sin lugar a dudas-, estudiantes, y
pensionados coincidieron en decir que estaban hartos con la corrupción, el
desorden, y el abuso. Lo escuché en distintos barrios, y de muchísimas personas
que se autodefinían como progresistas e, incluso, como peronistas. Cada vez más
gente reconoce que el modelo K está agotado. Algo, dicen, tiene que pasar.
La tragedia Argentina siempre ha sido que el
todo sea menos que la suma de las partes; que tanta gente civilizada sea
gobernada por tanto político bárbaro. Si el nivel de hastío sigue subiendo, y
el gobierno insiste en su populismo autoritario -ambas cosas muy probables-, es
posible que las fuerzas de la civilización se unan y que ejerciendo sus
derechos le pongan atajo a la barbarie.